20 de Enero de 2019 - 11:10
Alberto Raúl Rodríguez nació en la localidad de Pinzón el 2 de febrero de 1949, está próximo a cumplir sus 70 años. Aún vive en el pueblo y asegura que ese es su lugar en el mundo. Allí están sus raíces y gran parte de su historia laboral y personal. Tiene con Pergamino un contacto cercano por cuanto viene a la ciudad a diario, con su esposa se encargan de asistir a sus hijos en el cuidado de los nietos por lo que las mañanas transcurren aquí. Luego vuelve a su Pinzón natal y ocupa el resto del día a la rutina de cuidar a sus perros “cuatro adoptados de la calle” a los que llama con nombres de personajes de películas famosas (Vito Corleone, Principessa, Apolonia y Beatrice); y a andar en bicicleta. Solo la lluvia altera esa rutina de actividad física que le ayuda con el cuidado de su salud.
Su perfil se trama en torno al que fue su oficio: panadero. Tomó la posta de sus familiares más cercanos y aunque reconoce que de chico “pasaba lejos del horno”, más tarde fue interiorizándose de las rutinas de la panadería que había abierto las puertas por primera vez en 1921, con el empuje de su bisabuelo para continuar en manos de su abuelo, su padre y su tío, de generación en generación. Al principio la panadería se llamaba “La Unión” y más tarde fue “la panadería de Rodríguez”. La tarea en un principio y durante muchos años fue artesanal y se fue reconvirtiendo y modernizándose para “no perder el tren del progreso” sin abandonar los orígenes.
Es hijo de Alberto Rodríguez y Elsa Fontana. Creció en una casa grande, junto a sus abuelos paternos: Esteban Rodríguez y María Paz Herrero de Rodríguez. Tiene de su infancia los mejores recuerdos: “El negocio, la panadería, los juegos de chicos, esa fue mi niñez.
“Cuando yo nací la panadería la manejaba mi abuelo, cuando él dejó la actividad quedó a cargo de mi padre y de mi tío Armando. En febrero de 1974 mi tío falleció y yo me hice cargo sin tener mucha idea. Empecé a trabajar un 16 ó 17 de febrero de ese año y no paré hasta que la salud me dijo basta en 2012”, cuenta en el comienzo de la entrevista en la que recuerda que trabajó con su padre. “En aquel momento se hacían cien kilos de pan que se fabricaban para Pinzón”, menciona.
Entre la panadería y la fábrica
A los pocos días de estar en la panadería, lo convocan para trabajar en la fábrica Lucini. “Los horarios me permitían hacer las dos cosas: de 8:00 a 15:00 trabajaba en Lucini y cuando volvía a Pinzón amasaba el pan que se cocinaba a la madrugada siguiente”.
No sabe de quién aprendió el oficio, pero asegura que “debe haber algún gen que me conectó con esa actividad porque yo siempre le pasaba lejos a la panadería; sabía armar pan a mano, pero no pensaba dedicarme”.
Contra todos los pronósticos, se consolidó en esa actividad que durante un tiempo hizo convivir con su labor en Metalúrgica Pergamino donde también trabajó. “Ahí tuve la suerte de conocer al ingeniero Alcaraz Zamora, estuve dos años y cuando las cosas se empezaron a complicar, a principios del 80 y se me ocurrió la idea de hacer pan en cantidad”, cuenta. Inició así una nueva etapa, siempre empleando el método tradicional en un horno que se calentaba con leña. “Era un trabajo muy sacrificado, creo que parte de algunos de los problemas de salud que sobrevinieron después tuvieron que ver con el esfuerzo físico que suponía la actividad que por entonces no estaba mecanizada”.
La fuerza de innovar
Destaca que en su vida siempre tuvo la fortuna de “estar rodeado de buena gente” que le señalaron el camino. Con esta impronta, en 1994 conoció en Rosario a un ingeniero de apellido Valerio, un señor con todas las letras, fabricante de hornos y maquinaria. El me sugirió que tenía que comprar una máquina que me permitiera automatizar la actividad. Por entonces hacíamos mil kilos de pan”. Luego de meditarlo, tomó la decisión de comprar un horno rotativo, disminuyó la producción y comenzó a trabajar solo. “Esa persona me marcó por dónde iba el futuro”, refiere y recuerda que lo pagó en cómodas cuotas. Esa innovación le posibilitó abrir un nuevo horizonte. Junto con el horno adquirió una máquina que corta, moldea, estira y sale el pan hecho. “Vendíamos no solo en Pinzón sino en Pergamino. Mis hijos cuando volvían del colegio y mi madre me ayudaban. Habíamos comprado un generador de electricidad así que todo eso fue aliviando nuestras rutinas. En una época teníamos tres camionetas que repartían, eso fue hasta 1994 y después yo venía a traer a mis hijos al colegio me ocupaba de hacer el reparto y aprovechaba para comprar mercadería para el autoservicio que habíamos instalado a la par de la panadería.
“Tuve proveedores de lo mejor: Paterlini, Yarroch, Fondato, Sotosanti, Mustafá y Molinos Cabodi que me fió las primeras bolsas de harina a mí que era un desconocido. Rubén Ubaldón por entonces jefe de ventas de Molinos, venía a casa a comer un asado y yo le pagaba la harina. Nunca tuvimos una diferencia”, recuerda.
Hoy ya no mantiene la actividad comercial. El autoservicio quedó en manos de una de las chicas que había trabajado con él desde 1981 y la panadería ya no funciona. Reconoce que le costó un poco retirarse. “Al principio no fue sencillo, pero era una determinación que tenía que tomar porque un día se me trabaron las dos rodillas y el cuerpo empezaba a pasarme facturas”.
Una familia trabajadora
Alberto se casó en 1976 con Graciela Silvestre, docente jubilada. “Tenemos tres hijos. María Luz, casada con Edgardo Viscovich, y tiene a Malena y Facundo. Juan Manuel está casado con Rosana Colard y tienen a Vicente y Alfonso y Bernabet está casado con Noelia Mollo y son papás de Benjamín.
“Somos una familia de trabajo, mis hijos son kinesiólogos, mis nueras son docentes, mi yerno trabaja en la Farmacia Riera y mi hija trabaja en dos escuelas, en la Nº 1 y en el Comercial”, señala y con una mirada retrospectiva producto del transcurso del tiempo afirma que siempre les aconseja que “no trabajen tanto”.
“Yo les digo que no cometan el error que cometí yo y que se ve con el tiempo. Salí de vacaciones por primera vez a los 55 años porque creía que el mundo se terminaba si paraba de trabajar. Es un círculo del que cuesta salir”, resaltó. Hoy eso cambió y sus rutinas se han expandido. “Nos gusta viajar, a mí quizás más que a mi mujer. ‘El que no trotea de joven, galopea de viejo’, decía mi suegra y tenía razón. Hay que hacer las cosas a su debido tiempo”.
Un capítulo difícil
“Siempre tuve la suerte de estar rodeado de buena gente”, insiste y hace referencia en esta parte del relato a un capítulo complejo de la historia: “En 1977 tuve que afrontar una vivencia muy fea, estuve 104 días detenido en el penal de San Nicolás en tiempos de la dictadura militar. Algunas personas como el ingeniero Petri, Alberto Bocanera y José Mieres me dieron una mano enorme en un momento muy difícil y fueron por mí, algo que no era fácil de hacer en esa época. Otra persona, ya fallecida que no pertenecía a Lucini, Argemiro Zurdo puso su cuota para que yo pudiera zafar y también me ayudó Jorge Young, que era mi abogado”.
Recuerda las marcas que dejó el temor de aquella época. “No todos los que estábamos teníamos participación. Sentí mucho miedo y creo que me salvó una experiencia que había tenido en el servicio militar. Una madrugada, me sacaron del calabozo y me pusieron frente a una luz que me encandilaba y no me dejaba ver al teniente Saint Amant que era el jefe de operaciones de esta zona. En la conversación que tuvimos yo le comenté que en la Compañía de Ingenieros de Montaña Nº 6 de Bariloche había conocido al capitán D’Andrea que era amigo de él y siempre lo mencionaba. Cuando le hice ese comentario, algo cambió. Corrió la luz, me interrogó sobre cómo era que conocía a su amigo y yo creo que eso me salvó. No sé si fue determinante, pero yo hago la lectura en ese contexto”.
Confiesa que no fue fácil superar esa etapa. “Mi mujer había perdido un embarazo a término y la gente de Lucini me ayudó mucho a entrar nuevamente en el fragor de la actividad laboral. Son experiencias que no se olvidan, pero van pasando”, agrega.
Rutinas simples
Retirado de la rutina laboral sigue viviendo en Pinzón. Ese es el lugar en el que se siente en casa. “Hoy la rutina diaria está suplida aunque sin actividad laboral. En tiempos de escuela, por la mañana estamos en Pergamino porque nos ocupamos de nuestros nietos. Los fines de semana son sagrados en Pinzón”.
Las reuniones familiares comienzan el sábado a la noche, prosiguen el domingo al mediodía y suelen extenderse hasta el anochecer. Alberto lo celebra porque no encuentra para los oídos frase más halagadora que las que le devuelven los nietos cuando les prepara una comida rica. “El lugar de reunión es mi casa, esa es una costumbre heredada de mis suegros Vicente y Cándida: ellos vivían en el campo y a veces éramos treinta personas a la mesa para comer los tallarines caseros”. Esa dinámica lo hace feliz. No anhela mucho más que eso.
Buenas relaciones y las raíces
De cada lugar por el que pasó conserva buenas relaciones. De Lucini recuerda con nombre y apellido a sus compañeros de la oficina técnica. Del negocio guarda vivencias con innumerable cantidad de clientes que son como familia. “Soy realmente un agradecido, tengo una estrella que me ha acompañado. Siempre tuve la suerte de tener buena gente alrededor y yo seguramente he puesto algo de mí para que eso sucediera”.
Vive en la casa que construyó en 1974 con un plan crediticio del Banco Hipotecario. En la misma manzana donde funcionaba la panadería y allí donde está su historia. Es devoto de la Virgen María y de Santa Lucía, y su esposa es devota de San Expedito, viajan con frecuencia a venerar esa fe. Disfruta de cosas sencillas, del asado al costado del camino y de la cercanía de los suyos. Está viviendo con los nietos, quizás lo que el ritmo del trabajo, no le permitió disfrutar a pleno con los hijos. Ha hecho esfuerzos y ha tenido recompensa.
Vuelve sobre sus orígenes sobre el final de la conversación. Así afirma que “Pinzón es su lugar en el mundo” y agrega: “No entiendo, aunque lo respeto, cómo hay gente que se puede desarraigar tan fácilmente. Yo no podría. En Pinzón están mis raíces, ese es mi lugar”, concluye emocionado y agradecido a la vida, por tanto.
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